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El algoritmo patriarcal: la racionalidad de la dominación en redes

Por: Luis Alberto Torres Alvarez


(Parte I: Diagnóstico)

No se requiere ser experto programador o ingeniero de sistemas o matemático para saber cómo está construido el universo digital. Sus bases y esencia. Debemos revisar la historia del conocimiento que nos presta un gran servicio. El sistema binario que hoy estructura lo digital no nació con las redes sociales ni con Silicon Valley. Sus raíces se hunden en la historia de la racionalidad occidental.


Desde Leibniz, que en el siglo XVII imaginó un universo traducible a ceros y unos, hasta Alan Turing, que en el siglo XX formalizó esa lógica en la máquina que lleva su nombre. La modernidad soñó con reducir la complejidad del mundo a una secuencia de operaciones lógicas. Aquello que comenzó como un proyecto filosófico y matemático terminó derivando en una arquitectura de control. El sistema binario se convirtió en la gramática del poder contemporáneo: un modo de ordenar, clasificar y decidir. Y cuando esa gramática se trasladó al espacio digital, se volvió también una gramática de control emocional.


Nada hay de azar en la forma en que los algoritmos gobiernan nuestra atención. Detrás de cada recomendación, cada reacción, cada imagen que nos conmueve o irrita, hay una lógica que orienta nuestras emociones, jerarquiza lo visible y fabrica consenso. Esa lógica no es solo binaria: es patriarcal.


El algoritmo no golpea, pero clasifica y reduce; no impone, pero condiciona. Su violencia es elegante, revestida de objetividad técnica, de cálculo, de “dato”. Sin embargo, bajo esa superficie en apariencia neutra late la misma racionalidad que durante siglos sostuvo la dominación patriarcal: jerarquía, control, exclusión y generación de miedo.


El patriarcado no ha desaparecido: se ha vuelto código. Se ha sofisticado y trasladado a la infraestructura invisible del mundo digital. Donde antes había púlpitos, tribunas o espadas, hoy hay interfaces, métricas y sistemas de recomendación. El poder que antes imponía su voz ahora opera a través de la visibilidad: decide quién habla, quién es escuchado y quién queda silenciado.


El algoritmo distribuye la palabra del mismo modo en que el patriarcado distribuía los privilegios: concentrándolos en quienes reproducen su lógica y castigando, mediante la exclusión, el silencio o la invisibilidad, a quienes la cuestionan.


Esta nueva dominación se presenta como libertad de elección, pero es una libertad programada. Creemos que decidimos libremente, pero seguimos caminos previamente trazados. Una esclavitud programada. Cada clic, cada me gusta, cada reacción emocional alimenta un sistema que nos traduce en patrones de conducta. Automatiza nuestra libertad. Y en esa traducción, la singularidad se disuelve: dejamos de ser sujetos para convertirnos en datos.


El sistema binario y la economía del miedo

(Parte II: Crítica)

El sistema binario -ese mecanismo que solo reconoce el “sí” o el “no”, el “me gusta” o el “no me gusta”, lo feo o lo bonito, - no es una simple herramienta técnica: es una forma de disciplinamiento emocional y racional. Reducir la complejidad del mundo a la lógica del 0 o el 1 equivale a suprimir la diversidad, la duda, la lentitud, las diversas temporalidades, la vulnerabilidad y los afectos. Todo lo que el patriarcado consideró durante siglos como debilidad, el algoritmo lo elimina de su arquitectura afectiva.


Así, las plataformas digitales construyen un espacio emocional profundamente patriarcal en su estructura más arcaica: competitivo, excluyente, reactivo, incapaz de reposar. El algoritmo no solo reproduce el patriarcado, sino que lo perfecciona, refinando su capacidad de control mediante la ilusión de la interacción.


Porque, al igual que el patriarcado, el algoritmo se sostiene sobre una economía del miedo y la ignorancia. Necesita mantenernos alerta, divididos, constantemente reactivos. El control ya no se ejerce desde la coerción física, sino desde la arquitectura afectiva, emocional, que orienta nuestras decisiones hacia la rabia, el resentimiento, el odio, la superficialidad, la comparación y la carencia.


El resultado es una subjetividad sin espejo; arrojada a la crítica en el sentido heideggeriano: esto es, expuesta, fatigada de sí mismo, incapaz de distinguir entre lo real y lo inducido. Byung-Chul Han lo describió como el cansancio del sujeto de rendimiento, pero hoy ese cansancio tiene una nueva textura: ya no proviene del exceso de productividad, sino del exceso de exposición. El algoritmo nos lanza a un flujo incesante de estímulos que impiden el sosiego, el cuidado y el encuentro. Nos cuesta la interacción con otro ser humano.


Mientras tanto, la burbuja digital -esa espuma sloterdijkiana- se convierte en un útero invertido: no protege, aísla, expone. En lugar de gestar comunidad, engendra miedo; en lugar de abrir la sensibilidad, la encapsula. Allí, el otro y la otra, deja de ser un rostro, otro ser y se convierte en amenaza. Un ente. La alteridad se disuelve en la polarización, y la diferencia -de género, étnica o de pensamiento- se vuelve sospechosa.


El patriarcado digital no impone su dominio por la fuerza, sino por la seducción del control. Alimenta con migajas de atención, con notificaciones que simulan afecto, con la ilusión de relevancia. Nos hace creer que somos importantes y libres porque elegimos, cuando en realidad elegimos entre opciones que otros ya seleccionaron.

La libertad, reducida a clics y algoritmos de recomendación, se convierte así en una forma de obediencia elegante y esclavizante. Y lo más inquietante es que esa obediencia se disfraza de deseo satisfecho.


Deshabitar el algoritmo patriarcal: cuidar, sentir y resistir


(Parte III: Propuesta)

Frente a esta racionalidad patriarcal que se disfraza de eficiencia algorítmica, urge una rebelión silenciosa: la recuperación del afecto, el cuidado, la serenidad y la ternura como modos de conocimiento y existencia.


No se trata de nostalgia ni de romanticismo. Cuidar, en este contexto, es un acto de insumisión ética. Es reconocer que el otro y la otra no es un dato ni una estadística, sino un misterio que me implica. El patriarcado -en su versión digital- han convertido al otro y la otra en una amenaza o en una métrica. La ética del cuidado lo devuelve a su condición de presencia que interpela, de rostro que exige atención.


Cuidar es mirar sin consumir. Es sostener la mirada sin convertirla en “contenido”. Es acompañar, cocinar, escribir, abrazar, dormir o escuchar sin interrupciones. Cuidar es ser y estar; recuperar el tiempo que nos roba la hiperconectividad.


Del cuidado nace la serenidad, que hoy se vuelve un acto político. En un entorno diseñado para la reacción inmediata, detenerse es un gesto de desobediencia. Cada pausa, cada silencio, cada respiración consciente desmonta el dispositivo del rendimiento y abre un espacio para la contemplación. La lentitud y la serenidad no es atraso: es profundidad. Y la profundidad es incompatible con la lógica del algoritmo.


Por último, el afecto, el cariño. Esa fuerza discreta y radical que desactiva la violencia. No es debilidad, sino la inteligencia emocional más subversiva que tenemos frente a la lógica binaria. No busca vencer, sino comprender. Mientras el sistema nos obliga a elegir entre “me gusta” o “no me gusta”, el afecto, el cariño, reabre el espacio del matiz, la diversidad, la fragilidad. Nos devuelve el derecho a no reaccionar, si no queremos; a no tener siempre una opinión, a permanecer abiertos.


Solo desde esa ética -la del cuidado, el afecto y la serenidad- puede comenzar la verdadera reprogramación del mundo digital. No se trata de humanizar las máquinas, sino de re-humanizar a quienes las diseñan y las habitan. Construir algoritmos que aprendan de la cooperación tanto como del conflicto, que reconozcan que la empatía también genera valor, que el bienestar es una métrica legítima. La resistencia no consistirá en destruir la tecnología, sino en transformar su propósito: desplazar el eje del miedo al vínculo, del control a la cooperación, de la vigilancia al acompañamiento.


Cada interacción consciente, cada palabra que promueva comprensión, cada espacio donde prevalezca la escucha sobre la imposición será un acto de desobediencia frente al código patriarcal.


El nuevo horizonte no es una utopía tecnológica, sino una ética relacional: un modo de habitar el mundo digital sin renunciar a lo humano.Porque el algoritmo no será más sabio que nosotros: reflejará exactamente lo que decidamos ser. Si seguimos programando desde el miedo, perpetuaremos el patriarcado. Pero si aprendemos a programar desde el afecto, el cuidado, revelaremos otra posibilidad de humanidad.

 
 
 

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